Han pasado ya 24 horas desde el culmen de mi gran día de furia. Todos tenemos malos días alguna vez. Pero de cuando en cuando llega ese día torcido, ese día en el que agradeces no vivir en EEUU porque sabes que habrías acabado la jornada volándole la cabeza a algún pobre idiota con una recortada como la de Terminator (que como buen americano guardas bajo del colchón).
Pues bien, yo ayer me desperté con el pie izquierdo. Sonó el despertador a las 6:45 y me enfadé con él por su puñetera puntualidad. Con una mirada me bastó para decirle: señor despertador, acaba usted de hacer un poderoso enemigo. En fin, no tenía tiempo para enzarzarme con un electrodoméstico en una pelea a muerte, había que ducharse, desayunar y salir pitando hacia el curro. Continuemos.
Me dispongo a entrar en la ducha, y el agua caliente no hace honor a su nombre e invita a su amiga la fría a mi precioso amanecer. Me cago en todo lo que respira y sigo adelante con mi plan. Una vez duchado, voy corriendo a preparame el desayuno. Entro confiado a oscuras en la cocina. Premio. Acabo de pisar un charquito de agüita amarilla. En la cocina no llueve, y menos sucio y amarillo. Huele mal y en una esquina hay un perrillo feo y simpático a parte iguales que me mira pidiendo clemencia. Suspiro y me vuelvo a cagar en la puta. Afortunadamente, no sufro ningún contratiempo más antes de salir. Pero entonces, salgo de casa. Llueve como si lo fueran a prohibir, hace viento y Jon no tiene coche sino moto. No pasa nada, Vietnam seguro que fue peor.
Ya estoy en el curro. Reviso lo que tengo pendiente y observo que me toca diseñar desde cero un proyecto para un francés que no sabe exactamente lo que quiere. Mal menor. El gerente me llama. Mal mayor. Descubro que de pronto soy ingeniero, comercial, chico de los recados y exclavo a la vez, y pienso en cómo un contrato de mileurista auxiliar administrativo puede contemplar tantos oficios. Ganas de matar aumentando.
Llego a casa de mis padres, sólo pretendo comer y disfrutar de 20 minutos de descanso y tranquilidad. Pero no. Llega mi abuela y me hace la pregunta del millón. Ya sabéis, esa puta pregunta de moda que parece que dan premios por hacerla: ¿Notas la crisis en tu trabajo?...inspirar...expirar...y repimir.¡Pues claro que la noto!¡Hasta las jodidas palomas enfermas del parque la están notando!¿por qué iba a dejar de notarla yo, en el sector industria donde están echando a peña a la calle a cascoporro y donde mi contrato hasta marzo pendió de un hilo hasta el último día? Que va, ni siquiera me había dado cuenta de su presencia. Fabricamos ositos amorosos en el país de la felicidad y la abundancia (¡IRONÍA!).
Vuelta al curro y más de lo mismo. Voy al gimnasio y hasta arriba. A pesar del mal tiempo hay quien ha decidido dejar atrás su vida sedentaria para colpasar hoy y no otro día el gimnasio municipal más pequeñín de Donosti. Pero eso no me altera. Se abre la puerta, y llega el caraculo de siempre que hace mal todas las máquinas usándolas bruscamente como si fuera el increíble Hulk, que gruñe como un cerdo cada vez que hace un esfuerzo y que se pasa por el forro de los huevos los turnos. ESto, sí me altera. Va el animalito y me roba la máquina, la usa y la deja empapada de sudor. Los carteles por las cuatro paredes del gimnasio ilustradas con dibujos no son lo suficientemente claras como para que se le ocurra pasar un papel por la máquina para limpiarla después de usar. Decido volver a casa, estoy muy tenso y sigue lloviendo. Cruzo la puerta y mi compañero de piso hace probablemente el acto más inteligente que le he visto hacer, saludar y callarse; Sabia decisión. El horno no está para bollos y su instinto de mapache asustadizo no le falla. Una sólo palabra fuera de tono habría desatado la hecatombe. Ya me estaba viendo como Samuel L. Jackson en Pulp Fiction recitando el camino del hombre recto. Pero no. Los malos días son lo que son, días, de 24 horas. A veces lo olvidamos. Yo me siento orgulloso de haber acabado el día sin atropellar un gatito ni aplastar un caracol.
Bueno, os prometo que en la próxima entrada sólo habrá pajaritos cantando y caras felices. Pero reconozco que me encanta despotricar, ¡y cuánto además!